Joseph Campbell definió las etapas del viaje del héroe en una de sus obras más importantes titulada El héroe de las mil caras, en ella exponía de manera magistral cuales eran los pasos que debería establecer un hombre para convertirse en algo más. Uno de los elementos principales era la muerte con su consiguiente resurrección, podemos ver un ejemplo de ello en Ulises en la Odisea, Frodo en el Señor de los Anillos o incluso Neo en Matrix. La muerte no tiene por qué ser de forma literal, ya que solo podría convertirse en un símbolo de lo que se deja atrás, una forma de convertirse en una versión mejorada de nosotros mismos que, por fin, ha superado sus miedos. Llevado en el terreno del deporte y más concretamente en el del baloncesto, tenemos otro ejemplo muy ilustrativo: Dennis Rodman. El entonces pívot de los Pistons tuvo una experiencia muy cercana a lo que Campbell quiso exponer, en un momento de su carrera donde todo le iba mal desde el punto de visto profesional y personal, desapareció una noche para irse con su coche hasta los confines más alejados de la ciudad de Detroit. Dennis, armado con una escopeta, puso el cañón en su boca y disparó, la bala nunca llegó a matarle porque el arma no estaba cargada, sin embargo, de algún modo sí lo mató. Y así lo describiría Rodman posteriormente cuando diría que esa noche, en ese vehículo, murió el Dennis Rodman que había conocido el mundo para emerger uno de nuevo, más liberado y confiado, preparado para demostrar quién era.
Ben Wallace tuvo un momento parecido cuando llegó a Detroit, el jugador de Orlando no era quien creía que debía ser, estaba contenido por la poca cantidad de minutos de los que disponía y de las estrecheces de miras de algunos entrenadores que no son capaces de ver más allá de sus propias narices. En la temporada 2000-01, a su llegada a Detroit, tuvo la suerte de ser entrenado por George Irvine, un técnico con poca experiencia como entrenador principal o Head Coach pero que supo ver el potencial de Wallace en lo que mejor sabía hacer: la defensa. Dicen que los ataques ganan partidos, pero las defensas campeonatos, eso suele ser un tópico bastante alejado de la realidad que tiene como consecuencia directa la marginación sistemática de jugadores puramente defensivos, pero Ben era un caso especial. No solo era un jugador con una capacidad defensiva extraordinaria, es que prácticamente no había habido precedentes de alguien como él, hasta el punto que, por primera vez en la historia se vio a un jugador capaz de dominar un partido sin tener la necesidad de meter ni un solo punto. En su primera temporada como Piston, logró alcanzar los 13,2 rebotes 2,3 tapones en 34,5 minutos por partido, unas cifras de élite en la época. Cierto era que sus poco más de 6 puntos o el récord discreto de su equipo le iban en contra, pero pese a todo logró establecerse como el quinto mejor defensor de la NBA.
En la temporada siguiente y ya con Rick Carlise en el banquillo, el equipo mejoró enormemente. Jerry Stackhouse se había convertido en uno de los mejores anotadores exteriores de la liga después de la marcha de Grant Hill, y Cliff Robinson, Michael Curry, Corliss Williamson o Chucky Atkins permitieron al equipo girar el récord del año anterior, pasaron de un 32-50 a un respetable 50-32. Parte de culpa de esta mejoría estaba en la figura de Ben, quien se había consagrado como un pilar en la pintura del que nadie se atrevía a lanzar cerca de él. Sus números mejoraron en global, pese a que cogió 0.2 rebotes menos, logró alcanzar la estratosférica cifra de 3,5 tapones por partido, estableciendo una de las mejores marcas estadísticas jamás vistas en este apartado. La liga se empezó a rendir a sus pies, fue escogido como defensor del año y quedó décimo por la carrera del MVP. Recordemos que estamos hablando de un jugador que promedió 7,6 puntos por partido en esa temporada. Al año siguiente se unieron las piezas que faltaban para crear el equipo que llevó a la ciudad a soñar más de lo que lo habían hecho en la última década: Chauncey Billups, Richard Hamilton, Tayshaun Prince formaron junto a Ben Wallace uno de los equipos a batir en la conferencia Este. Wallace por su parte volvió a dominar bajo los tableros estableciendo la mejor marca reboteadora de su carrera, 15,4 rebotes por partido, la cifra más alta desde que un tal Dennis Rodman tuviera 18 precisamente en los Pistons una década antes. Parecía claro que, por algún motivo, la ciudad atraía a los jugadores más duros de su época.
Pese a esa mejoría, el equipo cayó 4 a 0 en finales de conferencia contra los nets de Jason Kidd y Vince Carter. Fue en la siguiente temporada, la 2003-04 donde todo explotó, donde se marcó lo que distingue a los grandes equipos de los equipos legendarios. A los 4 descritos anteriormente que formaban el 5 inicial de los Pistons se le unió a media temporada Rasheed Wallace, justo la pieza que necesitaban para dar ese salto de calidad al máximo nivel. Wallace & Wallace que decía el añorado Andrés Montes, Sheed era una mala pieza con muy malas pulgas, uno de los máximos exponentes de los Portland “Jail” Blazers que poseía el récord de técnicas en las últimas temporadas en la NBA. Carlise pensó que la bestia se calmaría si se unía a un grupo con no demasiado talento, pero con una clara determinación, a Ben, Sheed no se atrevería a irle con tonterías sobre si el árbitro no había pitado una falta o no, “juega y calla” hubiera sido capaz de responderle el otro Wallace. El resultado fue que Sheed encajó como un guante, propulsando al equipo hacia las finales de la NBA.
Pocas veces se vive una sintonía tan elegante como la que hubo entre el público y sus jugadores, la representación del esfuerzo en pro del escaso talento era sintomática en Ben y, los ciudadanos, en los que en su mayoría se levantaban a las 5 de la madrugada para ir a trabajar en las duras condiciones de las fábricas de vehículos de Detroit, veían en su jugador el símbolo de lo que se podía ser. La estrella que mete 25 puntos por partido está muy bien, es muy divertido de ver, pero no es uno de ellos, en contraste Wallace sí pertenecía a su misma clase, una clase de guerreros que nadie les ha regalado nada.
Los Lakers había sufrido cambios estructurales a gran nivel el verano de la temporada 2003-04, a Bryant y a O’neal se le unieron Karl Malone y Gary Payton, quizás el mejor base y el mejor 4 de los años 90. El quinto jugador que formaba ese cinco inicial de galácticos fue Devean George, un tirador de guante blanco. La prensa daba casi por hecho que ese año el anillo iría directamente a las manos de los angelinos, ya que con ese equipo era más difícil perder que ganar. La historia está llena de lecciones que solemos olvidar y una de ellas es que el mejor equipo no siempre gana y tampoco tiene que ser necesariamente el que mejor juega. Pese a tener una temporada irregular, los Lakers se presentaron en la final contra los Pistons como los grandes favoritos, la serie representaba el glamour contra el trabajo, el talento contra el esfuerzo y estuvo reñida desde el primer instante. El equipo angelino se fue deshilachando a medida que pasaron los partidos, un juego anárquico confinado en sus individualidades que no pudieron hacer nada contra el bloque defensivo de Detroit capitaneado por Ben Wallace.
La serie se decidió por 4-1 a favor de los de la ciudad del motor, pero como si hubieran quedado 4-0, la diferencia en la actitud fue la que marcó la eliminatoria, la del hambre de victorias y la de demostrar que, por mucho talento que tengas, el trabajo duro es más importante. Ese fue el último anillo que ganaron los Detroit Pistons pero fue muy significativo a nivel social ya que, por encima de todo ganó el obrero, el trabajador, el que está harto que le digan lo que puede y lo que no puede hacer, Ben Wallace no solo les proporcionó un anillo sino una esperanza o un relato, tan peligroso como poderoso, de que con esfuerzo y perseverancia, los sueños se pueden cumplir.
✅ Comprar entradas NBA
Ficha del autor
En 'Tiempo D3 Basket' desde 19.10.2023