Esperaba escuchar algo como: «No es nada». O, al menos: «No es nada para preocuparse». Eso es lo que esperaba. Sin embargo, tenía la sensación de que no iba a obtener la respuesta que quería. Si, eso suena pesimista, bueno, había una razón: en ese momento, nada en la vida de Brian Grant marchaba como él quería. Recién retirado de una gratificante carrera de 12 años en la NBA, tenía todas las ventajas que conlleva, tanto materiales como personales. Grandes casas en Portland y Miami y una cabaña en los bosques de Oregón, un barco de pesca, una cuenta bancaria lo suficientemente abultada como para no tener que volver a trabajar, una hermosa esposa, Gina, y cuatro hijos. Tenía un bulldog americano, Brutus, al que le gustaba masticar sus zapatos y ahogarle en besos húmedos y descuidados. Para un niño negro de un pueblecito agrícola a orillas del río Ohio que esperaba estar toda su vida en un campo recogiendo tabaco y patatas, eso es un paso bastante sorprendente.
Pero habían cambiado demasiadas cosas en su vida. Los cheques de seis cifras ya no llegarían cada dos semanas. No había multitudes que le aclamaban coreando su nombre cada noche. No formaba parte oficialmente de una franquicia de la NBA, volando por todo el país en aviones privados y alojándose en hoteles de cinco estrellas donde mujeres hermosas le daban su número de teléfono. Que todo eso desaparezca es algo con lo que todo deportista profesional tiene que lidiar cuando se retira. Brian Grant estaba lidiando con algo más pesado.
Su matrimonio estaba a punto de romperse. Era como si de repente se hubiera dado por vencido, ya no quería seguir luchando. La fuerza de voluntad que le permitió vencer las probabilidades, llegar a la NBA y enfrentarse a los hombres más grandes y fuertes también parecía haber desaparecido. Sentía como si una nube negra se cerniera sobre él y un peso monstruoso se posara sobre sus hombros desde el momento en que abría los ojos cada mañana. Le encantaba pescar y ahora tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo. Sus amigos y Gina prácticamente tenían que arrastrarle hasta los muelles. Dejó de salir de casa, prefería sentarse en el sofá a oscuras para ver a la gente pescar en la pantalla del televisor mientras se compadecía de sí mismo.
Comenzó a automedicarse con los opiáceos que le quedaban de la multitud de cirugías a las que fue sometido durante sus días como jugador. Nadie que hubiera tratado a Brian Grant en la intimidad habría sido capaz de reconocerle en aquel estado. Gina, su mujer, había hecho todo lo posible para facilitarle la vida. Entendía el mundo competitivo en el que vivía, la diferencia tan fina entre tener un trabajo en la NBA y todas las ventajas que ello conllevaba y ser otro negro alto más en busca de un trabajo. Ahora le tocaba a él corresponderle a ella. Su mujer estaba comenzando su carrera como instructora de baile y de fitness, algo que la hacía sentir bien consigo misma, algo que podía reclamar como propio más allá de ser la madre de sus hijos y la esposa de su marido.
Pero Grant no respondió como cabría esperar. Estaba celoso y paranoico. Día tras día se sentaba en el sofá a comer tazones de Cap’n Crunch Berries, ver la televisión y llamarla a todas horas. La acusó de ser infiel y de preocuparse más por su carrera que por él. Nunca llegó a las manos con ella, pero sé sintió amenazada; un hombre tan grande como él en un arrebato, tirando platos y rompiendo cuadros, puede atemorizar a cualquiera. Había aprendido a canalizar su rabia y su dolor para atacar la canasta e intimidar a hombres más grandes y fuertes. Incluso tenía a miles de personas animándole para ello. Pero eso era dentro de una cancha. Actuar así en la intimidad de su propia casa era muy diferente. Gina quería averiguar qué demonios le pasaba y cómo podía ayudarle. Intentó sacarle de casa o invitar a amigos. Pero Grant estaba atascado entre el sentimiento de culpa por cómo estaba actuando y la indignación por lo que creía que su mujer estaba haciendo a sus espaldas.
Grant sospechaba que estaba pasando por algo más que una depresión post-jubilación, pero no quería que nadie lo supiera, y menos ella. Siempre se había considerado el sustento de la familia, el más fuerte, el que superaba lo que se ponía por delante para cuidar de su familia. Ella también lo hacía, dejando notas en su kit de afeitado para encontrarlas en las giras de su equipo que decían exactamente eso: «Gracias por cuidar de nuestra familia, mi estrella brillante». Así que intentó resolverlo por su cuenta . No quería oír nada sobre la depresión. Eso era para los débiles, o los débiles mentales, y ya había demostrado una y otra vez que era cualquier cosa menos eso. Tardó seis meses en admitir ante su mujer que estaba deprimido y pasaron otros tres meses antes de pedir cita al médico para hacer algo al respecto. El orgullo puede ser un rival muy duro. Las amenazas de Gina de irse y llevarse a los niños si no buscaba ayuda médica le empujaron a hacerlo.
Nunca imaginó ser uno de esos que acudía a la consulta de un psiquiatra, hablando de cómo se sentía perdido, pero allí estaba. El psiquiatra le recetó un antidepresivo, Zoloft, que le ayudó a empezar a reconectar con sus amigos y salir de casa. Le ayudó a equilibrar la química de su cuerpo, pero todavía había algo que no conocía: la dopamina.
Philippe Manicom fue una de esas primeras personas a las que dejó entrar en su casa. Llamarle simplemente masajista o acupuntor no le haría justicia, pero esos eran los talentos que le hacían ser una figura popular dentro de un círculo de celebridades de fama mundial con sede en Miami -Julio Iglesias, Marc Anthony, Lenny Kravitz y Shaquille O’Neal, por citar algunos. Así que parecía la persona adecuada a la que preguntar por un tic físico que se había hecho progresivamente más fuerte durante su hibernación autoimpuesta. Sentados uno al lado del otro en un avión, volando de vuelta de Portland a Miami, señaló una pequeña mancha de piel cerca de su muñeca izquierda. «Oye, Philippe», dijo, «¿qué crees que es esto?». Casi un año antes, cuando todavía estaba en la NBA terminando su carrera con los Phoenix Suns, le preguntó lo mismo a uno de los miembros del cuerpo medico. «Brian, es que te estás haciendo viejo, tío, pero podemos ir a ver al neurólogo para que lo compruebe». El neurólogo del equipo tenía un diagnóstico similar: una contracción muscular debida a años de uso excesivo. «Sospecho que va a ver mucho de eso en diferentes lugares, porque has estado en la liga mucho tiempo», dijo. «Has tenido una buena racha, has jugado duro y te han golpeado». Por eso no le dio importancia. Los jugadores profesionales suelen aceptar cualquier cosa con tal de mantener su estatus. Jugar con dolor se convierte en algo necesario, o al menos lo fue para él; fue sometido a 14 cirugías durante sus 12 años de profesional. Había aprendido a negociar con su cuerpo: «Sólo hazme pasar por esto y arreglaremos lo que haya que arreglar en la postemporada».
Una peculiaridad física que podría ser una señal de alarma para el común de los mortales suele ser vista como el precio del negocio para un jugador en la NBA. Pero lo que había sido un maldito tic en su muñeca ahora incluía ocasionalmente un dedo meñique movido. Por mucho que quisiera seguir creyendo que se trataba de un mero efecto secundario del desgaste físico de 12 temporadas en la NBA, pensó: ¿No debería mejorar, o por lo menos no empeorar? Hacía un año que ya no tenía que padecer los rigores de un partido o un entrenamiento de la NBA. Sabía que muchos atletas profesionales, incluidos algunos ex compañeros de equipo, decían que sus cuerpos se sentían mucho mejor una vez que dejaban de jugar; pero a él no le pasaba eso, ni mental ni físicamente.
En todo caso, se sentía peor. Sentía que toda su vida se deslizaba en la dirección equivocada. Estaba perdiendo el control de su vida. Todo ello simbolizado por un dedo meñique que, de repente, tenía mente y vida propia. Había llegado a respetar a Philippe, tanto por su conocimiento de lo que hace que los cuerpos funcionen como lo hacen, como por su honestidad. Lo consideraba un amigo. Esperaba que le dijera que el temblor de la piel estaba relacionado con algún problema de flexibilidad o de dieta o de terminaciones nerviosas, algo de lo que habían hablado o por algún tratamiento al que había estado sometido en el pasado. Algo solucionable. Se volvió y le miró como si hubiera estado esperando mucho tiempo a que le preguntara.
-Brian- dijo -te quiero demasiado como para no decírtelo.
Grant estudió su rostro.
-¿De qué se trata?.
-Voy a decirte lo que tienes.
-¿Qué tengo? ¿Qué tengo?
-Tienes Parkinson.
-¿Qué? No me digas una mierda como esa.
¿Parkinson? Fue como si Philippe le hubiera golpeado en la cara. Ni siquiera estaba seguro de lo que era el Parkinson; todo lo que sabía era que era muy malo y que Michael J. Fox lo tenía, y la única razón por la que lo sabía era porque era un gran fan suyo, desde su primera comedia de televisión, Family Ties. Que una enfermedad se apodere del organismo de un actor de baja estatura y poca complexión, vale, pero ¿alguien con una complexión como la suya, en la treintena, que podía hacer un mate sobre la cabeza de personas de 2 metros? En su cabeza era imposible que estuviera afectado por la misma enfermedad que Marty McFly.
-Brian, déjame ver tus manos- dijo Philippe con calma.
Primero flexionó la mano izquierda de Grant a la altura de la muñeca y luego la soltó; se estremeció, como si la pusieran en su sitio. Luego hizo lo mismo con mi mano derecha, y cuando lo hizo, su mano cayó naturalmente hacia adelante.
-¿Ves eso? -dijo -Ese es el comienzo. Y estuviste deprimido durante nueve meses, ¿verdad? Normalmente eso va antes que el resto de los síntomas.
Philippe se dio cuenta de que seguía buscando una razón para no creerle.
-Déjame hacerlo de nuevo- dijo.
Empujó los dedos de su mano izquierda hacia su hombro y los soltó; el mismo estremecimiento.
-¿Lo ves?.
Para eliminar cualquier idea que pudiera tener de que la diferencia podría ser que su mano derecha es la dominante, hizo una demostración con sus dos manos. Cuando las soltó, ambas cayeron hacia delante.
-Así es como deberían quedar.
-¡Hombre, no puedes decirme eso!- dijo con los ojos desorbitados -No sabes lo que tengo.
Philippe se limitó a mirarle y a negar con la cabeza.
-Hermano, he tratado a mucha gente- dijo en voz baja- No te mentiría porque te quiero. Pero no te preocupes, tengo un plan. Te haré mejorar. Voy a llevarte a Dominica. Es una isla justo al lado de Guadalupe, donde crecí. Te voy a llevar allí y vamos a intentar que convivas con la enfermedad. Puedes vivir mucho tiempo con esto.
Hoy en día Brian Grant está aprendiendo a convivir con la enfermedad de Parkinson, a base de ejercicio fisico, una nutrición adecuada y un estilo de vida saludable. Abrió su propia fundación para difundir todo lo concerniente sobre esta enfermedad y para ayudar a paliar sus efectos a todos los afectados.
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