A los veinte minutos de su primer entrenamiento como entrenador de los Knicks, Pat Riley parecía un poco alterado. Era una mañana inusualmente calurosa del 4 de octubre de 1991 en Charleston, Carolina del Sur. En la cancha de entrenamiento -que carecía de aire acondicionado- el aire era sofocante. Pero no eran aquellas condiciones las que afectaban al estado de ánimo de Riley. Algunos de los mechones de su inmaculado cabello engominado habían perdido la compostura. Las gotas de sudor asomaban a través del polo de entrenamiento de los Knicks. Riley se quedó sin aliento y con las manos en las rodillas. A sus 46 años, era el entrenador con más logros en la historia moderna de la NBA, habiendo ganado cuatro anillos mientras dirigía a los Lakers del Showtime, un trabajo que le había permitido quedarse quieto en la línea de banda, relativamente relajado, mientras su equipo corría arriba y abajo de una lado a otro de la cancha.
Por eso, aquella mañana de octubre, fue toda una odisea ver a Riley correr detrás de sus jugadores para impedir que se mataran en el primer ejercicio que les había encomendado. Todo comenzó cuando dividió a su equipo para realizar ejercicios de tres contra tres. Los jugadores más pequeños se dirigieron al fondo para trabajar con los asistentes Jeff Van Gundy y Dick Harter, mientras que el resto se quedaba con Riley y el asistente Paul Silas. El concepto era sencillo: los entrenadores lanzaban tiros desde cuatro metros y los seis jugadores luchaban por posicionarse dentro de la pintura para luchar por el rebote. El alero Xavier McDaniel, de agudos codos, dominaba el ejercicio, aunque de forma ligeramente solapada. Mientras los tiros de Riley y Silas rebotaban en el aro, y los musculosos compañeros de equipo se lanzaban unos contra otros, McDaniel, recién llegado de los Knicks y antiguo All-Star, enganchaba tranquilamente las piernas de los jugadores rivales, un truco astuto y veterano que a menudo les hacía tropezar justo antes de que pudieran saltar a por los rebotes. De este modo, McDaniel consiguió ganarle el rebote a uno de los invitados al training camp Anthony Mason. El recién llegado consideró que el primer gancho de McDaniel había sido un error honesto. En la siguiente ocasión ya no mantuvo la calma:
«¡Si vuelves a hacer esa mierda, te voy a joder!» gruñó Mason.
McDaniel, sin inmutarse por la amenaza de Mason, enganchó la pierna del novato Patrick Eddie una jugada más tarde, haciendo que Eddie cayera mientras McDaniel iba en busca de otro rebote. Mason ya había visto suficiente. No más advertencias. Era el momento de cumplir su promesa. Se acercó a McDaniel y le asestó un puñetazo en la mandíbula. Durante una fracción de segundo después del golpe de Mason, no hubo más que silencio. Aturdido, McDaniel se agarró brevemente un lado de la cara, quizá para asegurarse de que seguía intacto. Luego puso la mira en Mason y arremetió contra el joven de 24 años.
Mason trató de retroceder y McDaniel le propinó un golpe de derecha. Tras un intercambio de golpes, Riley y media docena de personas más se lanzaron a separarlos. «¡Su culo va a tener que volver por aquí en algún momento!» gritó McDaniel mientras lo alejaban. Era el primer altercado de Anthony Mason con los Knicks… no sería el último. Entonces era un relativo desconocido para el resto de sus compañeros. Había tenido una carrera itinerante en la que salía rebotado de una liga a otra , de país en país.
Mason se empeñaba en demostrar que pertenecía a ese mundo. Había pasado un tiempo en el extranjero en Turquía y Venezuela, donde los viajes en autobús a los partidos por carretera eran tan largos que se le entumecía el culo, y los aviones en los que volaban eran tan pequeños que los asientos obligaban a los pasajeros a sentarse de lado. Tuvo que enfrentarse a dos años de barreras lingüísticas, aislamiento social y comida desconocida para tener una mera oportunidad de entrar en un equipo de la NBA. Este training camp no sólo era una oportunidad para lograr ese objetivo, sino también para hacerlo jugando en Nueva York, donde había crecido y jugado en sus calles. Carecía de un contrato garantizado y estaba lejos de ser uno de los que finalmente pudiera entrar en el equipo.
«Mase encaró el ejercicio de box-out como si fuera el séptimo partido de las finales», declaraba Tim McCormick.
En cierto modo, McDaniel era el opuesto de Mason. Mientras que Mason tuvo que recorrer el mundo antes de llegar a su audición en Charleston, McDaniel era un nativo de Carolina del Sur sólo tuvo que hacer un viaje de 90 minutos. Meses antes, los Knicks habían negociado con los Phoenix Suns para su incorporación. Venía de una temporada en la que había promediado 17 puntos y 7 rebotes. Los Knicks planeaban convertirlo en su alero titular. A diferencia de Mason, el puesto de McDaniel ese año estaba tan asegurado como el de Patrick Ewing. No tenía nada que demostrar ese día. Sin embargo, McDaniel no estaba más dispuesto a retroceder ante Mason. McDaniel priorizaba la hombría. Concretamente, su propia hombría. En Seattle, se peleaba continuamente con otros jugadores «X quería pelearse con todo el mundo», decía Frank Brickowski, compañero suyo en los Sonics. «Había ciertos tipos en la liga con los que no se jodía, y X hizo saber muy pronto que él era uno de esos tipos». Brickowski aprendió la lección más rápido que nadie. En la pretemporada de 1985, en el primer entrenamiento de McDaniel como profesional, Brickowski recibió un golpe en la cara. Unos días después, también agredió a su compañero Reggie King. Cuando comenzaron los partidos oficiales, era habitual verle metido en peleas con otros rivales. En su primera temporada tuvo hasta 9 altercados. McDaniel siempre será recordado por la imagen en la que aparece estrangulando a Wes Mathews, jugador de los Lakers, en 1987. «Nunca quise echarme atrás y que me tacharan de cobarde», dijo McDaniel años después sobre su merecida fama de mamporrero:
«Y para conseguir respeto, a veces era así como había que resolver las cosas».
Afortunadamente para Mason y McDaniel, esa forma de pensar no era un problema para su entrenador, que aprendió la importancia de la dureza a los nueve años. En primaria, Riley recibía habitualmente palizas de niños mayores en un parque de Schenectady (Nueva York). Un día, un niño que blandía un cuchillo de carnicero le persiguió hasta su casa. Atemorizado se escondió en su garaje durante horas después de ser perseguido. Cuando Pat no acudió a la mesa esa noche, su padre lo sacó del garaje y le dijo que ya era suficiente. El padre de Riley ordenó a sus hijos mayores que llevaran a Pat al parque al día siguiente. Cuando los mayores preguntaron por qué, el padre de Riley dijo que el primer paso para desarrollar la dureza de Pat era enfrentarse a sus miedos. «Quiero que le enseñéis a no tener miedo», les dijo. A partir de entonces, Riley no sólo perdió el miedo a las peleas; en cierto modo, llegó a desearlas.
El encontronazo de Mason y McDaniel no fue el único que tuvo lugar durante el training camp en Charleston. Incluso cuando no había escaramuzas, el físico definía los entrenamientos. John Starks, que entraba en su segundo año con los Knicks ese otoño, recuerda los efectos sonoros de unos cuerpos chocando contra los otros. A los pocos minutos de empezar el entrenamiento, el intrépido escolta decidió que no tenía ningún interés en penetrar hacia el aro una vez que empezaba el acción. «Tío, hoy no voy a ir a canasta, no voy a entrar ahí», se decía a sí mismo. Otro invitado al campus, Dan O’Sullivan, describió las canastas en ese campo de entrenamiento como «milagros», debido al nivel de agresividad que alguien tenía que soportar para conseguir una. «Sinceramente, era mucho mejor anotar desde seis metros», recuerda O’Sullivan. «Al menos vivirías». Fue en ese primer día de training camp cuando los Knicks vieron al verdadero Riley y la cultura que quería establecer. Una que personificara la dureza haciendo que los equipos pagaran por tener la audacia de meterse en la pintura. Una que pusiera énfasis en el acondicionamiento para que el club tuviera la resistencia necesaria para cerrar los partidos apretados. Una que normalizara el hecho de imponer multas a los jugadores que tenían la amabilidad de ayudar a los rivales caídos.
El plan del entrenador, que explicó vagamente a sus jugadores en el vestuario aquella mañana, dictaría la forma de jugar al baloncesto de los Knicks durante la mayor parte de la siguiente década. Dada la composición del equipo -condicionado por la presencia de Ewing, y mucho más consolidado en el frontcourt que en el backcourt- no tenía sentido que Riley tratara de elaborar un ataque uptempo como el que había empleado en Los Ángeles. En cambio, los Knicks estaban en una posición única para explotar sus ventajas en el aspecto defensivo. En el otoño de 1991, los «Bad Boys» de Detroit habían sido destronados después de dos títulos consecutivos. Estaban envejeciendo y se estaban quedando sin fuerzas. Pero para Riley, su ideología seguía siendo válida. Y como los Knicks eran más jóvenes que los Pistons, el entrenador pensó que Nueva York podría maximizar sus posibilidades de vencer a Michael Jordan y a los Chicago Bulls, defensores del título, recurriendo a las mismas tácticas defensivas con las que Detroit prosperó en su día. Adoptar esa estrategia conllevaría sobrepasar los límites de lo permitido por la NBA. Pero para un equipo que necesitaba desesperadamente cerrar la brecha de talento -Jordan y los Bulls habían barrido a los Knicks en la postemporada anterior- podría ayudar. Riley incluso contrató a Harter, un ex asistente de los Pistons al que se le atribuye el diseño de los principios de la defensa de Detroit, para que aplicara esos mismos principios defensivos en Nueva York. Riley estaba dispuesto a llevar a los Knicks a la élite sin reparar en los métodos.
Los primeros quince minutos de aquel entrenamiento de apertura de la pretemporada se dedicaron a ejercitar una «carrera fácil», como irónicamente lo llamaba Riley, un ejercicio que restaba oxígeno a los jugadores al exigirles que corrieran por toda la cancha con los brazos levantados para que su respiración fuera más superficial. Más tarde, ordenó «17s», es decir, diecisiete carreras de banda a banda en menos de un minuto, descansando brevemente y repitiendo el proceso una y otra vez hasta que el entrenador lo considerara oportuno. Algunos jugadores se marearon por el esfuerzo y las condiciones sofocantes del gimnasio, dejó el suelo tan mojado que el equipo se vio obligado a trasladarse a otra pista durante el entrenamiento. «Nos pesamos al empezar el entrenamiento y nos pesamos al final. Yo pesaba dos kilos menos», recordaba Brian Quinnett. No fue el único que pagó un precio físico durante los entrenamientos de ese año. A McCormick, el pívot suplente, se le encomendó la tarea de servir de sparring de Charles Oakley. Ese papel de tackle-maniquí habría sido muy poco envidiable para cualquier jugador, y más aún para un veterano que estaba en su octavo año, con la jubilación en el horizonte. Como la mayoría de la gente, McCormick valoraba sus extremidades y quería conservarlas, algo que nunca se daba por descontado cuando se enfrentaba a jugadores de la talla de Oakley. Cada día, peleaban por cada centímetro para ganar la posición debajo del tablero. «Era mucho más fuerte que yo y acababa lleno de golpes todos los días», dijo McCormick. Las palizas tampoco se veían suavizadas por una amistad subyacente. De hecho, no se dirigieron la palabra durante meses. No hablaban de nada. McCormick simplemente se presentaba, día tras día, y sufría en silencio los golpes de Oakley.
Un día se hartó de los codos de Oakley en un ejercicio, McCormick lanzó su brazo hacia atrás alcanzandole en la boca y haciéndole sangrar. Mientras Oakley se alejaba para buscar un miembro del cuerpo médico, lanzó a McCormick una inconfundible mirada asesina. «Estaba convencido de que iba a matarme al día siguiente», dice McCormick. «Pero en lugar de eso, se acercó, me dio una palmada en la espalda y me preguntó cómo estaba. Estaba muy confundido, porque era la primera vez que me decía algo. Luego, al pensar en ello, me di cuenta: Charles nunca me respetó realmente hasta que le pegué». Ese extraño florecimiento de una amistad entre Oakley y McCormick fue un patrón de comportamiento en aquellos Knicks de los 90. A menudo no necesitaban palabras para transmitir su mensaje. En lugar de ello, hablaron en el campo sólo con su físico.
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Ficha del autor
Aficionado al baloncesto y al deporte en general
En 'Tiempo de Basket' desde 05.04.2021