viernes, diciembre 1, 2023
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For the love of the game

En el metro de Nueva York es fácil perder la perspectiva de la realidad, sobre todo si uno no está acostumbrado a desplazarse por este tipo de transporte urbano. A diferencia de los países situados al otro lado del Atlántico, no resulta nada intuitivo y, en ocasiones, puede ser un verdadero quebradero de cabeza intentar llegar a tu destino. Una de las líneas que cruza Manhattan hasta Harlem dispone de dos elementos para su funcionalidad, el primero es el color y el segundo la letra, el resultado es que en la misma vía los destinos pueden diferir dependiendo de cuál de los dos elementos se escoja como referencia.

Los vagones parecen salidos de un film de Paul Verhoeven, sucios, pegajosos, oscuros y con un personal de dudosa capacidad empática hacia los viajeros locales, no hablemos de los extranjeros. Sin embargo, una vez aceptados los condicionantes de la movilidad subterránea en la gran ciudad, se puede circular sin más problema. Los viajeros del centro de Mahattan resultan de una policromía sorprendente, no hay dos individuos iguales, todos ricos en sus posesiones y tareas mundanas, esto es lo que se conoce como la multiculturalidad en una de las ciudades más grandes y pobladas del primer mundo. Llegando a nuestro destino, vemos como el paisaje se empieza a desarrollar en otros códigos culturales, menos individuos pueblan nuestro vagón, las miradas denotan quizás tristeza, quizás cansancio, desde luego hay menos ilusión y menos ganas de realizar actividades fuera de la propia supervivencia. Estamos llegando a Harlem.

Ríos de tinta describen la historia de Harlem, sabemos mucho de sus acontecimientos pasados relacionados con los derechos de los afroamericanos, el propio Malcom X tiene una enorme vinculación con esta zona alejada del centro de Nueva York. Los análisis están por todas partes y resultaría una temeridad por mi parte intentar realizar cualquier aproximación desde este punto de vista, así que, con el permiso del lector, pasaremos de puntillas por su historia.

Siguiendo con nuestro recorrido, llegamos a la parada de metro de la calle 155 justo a unos pasos de la St. Nicholas Avenue, el entorno exterior no difiere demasiado de la última parte de nuestro trayecto, se ven pocos individuos por la zona, todos con prisas, todos con trabajo que hacer. La calle tiene una irónica pendiente que te lleva casi de manera inconsciente a bajarla, nosotros sabemos nuestro destino, pero incluso en el caso que no lo supiéramos, parece como si el propio barrio te empujara a ello, ciertamente ya se nota algo de misticismo en el ambiente, un misticismo que ya nunca nos abandonará. Sin pasar más de 5 minutos llegamos a un enorme puente de metal que no identificamos, seguimos andando seguros de nuestros pasos hasta llegar a lo que podemos ver desde la distancia entre los barrotes de metal de la construcción: Rucker Park, hemos llegado.

Rucker Park New York

Echando un ojo al entorno, no resulta difícil imaginarse el barrio hace unos 50 o 60 años. Según la versión de la política estadounidense, Harlem ha mejorado mucho en casi todos los aspectos, lejos de ser una zona peligrosa, uno puede pasear con relativa tranquilidad por sus calles, siempre, según las autoridades, que no sea de noche. La pobreza lleva a buscarse la vida por cuenta propia, sea de la manera que sea, y los problemas asociados a ella pervierten el espíritu del querer estar en la cotidianidad, y es en este punto, donde aparecen todo tipo de sustancias que permiten alejarse de la realidad. Harlem lo tenía todo, pobreza, drogas, violencia, corrupción, etc… De las pocas actividades que se podían desarrollar en el barrio sin caer en la delincuencia o en la inmoralidad era el baloncesto y, aquí, Rucker Park entra como una especie de espacio fuera de la realidad, un oasis donde los problemas no solo se disolvían si no que, durante unos instantes, simplemente desaparecían.

En este contexto, nos podemos imaginar a jóvenes afroamericanos jugando y jugando sin parar en las canchas callejeras, jornadas maratonianas donde el único objetivo era meter una pelota dentro de una cesta. Los jóvenes crecen y sus cuerpos se van desarrollando, los que antaño tenían dificultades para rozar la red con la yema de sus dedos, ahora ellos mismos se sorprenden con sus capacidades verticales. Los poderosos físicos afroamericanos, heredados de los estúpidos años de la esclavitud, se unen a unos movimientos que se repiten una y otra y otra vez, cuyo resultado se convertiría en uno de los prodigios más extraños del deporte de élite americano y mundial. Algunos de estos jugadores callejeros, por no decir la mayoría, siguen en sus actividades delictivas fuera de la cancha, otro día contaremos como la génesis del Rucker Park se remonta a un hombre que quiso utilizar el poder del deporte para sacar a los chicos de las calles, pero esto es otra historia.

Rucker Park fue el paradigma de este estilo de vida, de manera natural se unían en esta cancha una infinidad de muchachos con ganas de jugar y de olvidar quienes eran, una canasta, un triple, un tapón y todo lo demás desaparecía. Poco a poco empezó a circular el rumor que en una zona concreta de Harlem existía un lugar donde jugadores no profesionales jugaban como tales, la noticia circuló con rapidez por New York y al poco tiempo los partidos en el Rucker Park disponían de tal cantidad de público que incluso los más temerarios se atrevían a subir a los árboles colindantes para tener una buena visión del espectáculo. Los rumores empezaban a crecer a modo de leyenda, incluso se empezó a poner en duda la superioridad de la liga profesional estadounidense en detrimento de estos chicos que solo hacían que jugar y jugar.

Muchos fueron los jugadores callejeros que ayudaron a agrandar la leyenda; Herman Knowings, Joe Hammond, Pee Wee Kirkland o Joe Lewis fueron de los streetballers más importantes del momento. Pero sin duda, si hay una figura que sobresale por encima de las demás esa es Earl Manigault, apodado “The Goat” debido al doble sentido de la palabra en inglés, ya que se refería a su capacidad de salto (Cabra) y al acrónimo de The Greatest of all time. Si el Rucker Park era el Olimpo del baloncesto, Manigault fue su Zeus. Sin demasiada presencia física (apenas llegaba al 1,85m con un cuerpo no demasiado musculado) se contaban barbaridades sobre sus capacidades baloncestísticas, por no llamarles proezas. Una de sus jugadas más esperadas era cuando, en medio de un partido, realizaba su famoso “double dunk”, esto era introducir la pelota con fuerza por el aro con una mano y, sin sujetarse, volver a coger el balón para volver a meterlo para dentro. Esta jugada, después de más de 50 años, jamás se ha repetido en ninguna liga profesional del mundo. Otra proeza que se cuenta del jugador era más de carácter físico, cuando estaba estudiando en la secundaria y necesitaba dinero, apostaba con quien no conocía sus habilidades sobre si era capaz de coger un billete de un dólar que anteriormente había colocado en la parte superior del tablero de la canasta. Si esto fuera cierto y no solo leyenda, estaríamos hablando de uno de los jugadores con más salto vertical de la historia, superando los 121 centímetros de un tal Michael Jordan.

Earl Manigault The GOAT

La leyenda de Manigault y la de sus compañeros del Rucker no hacía más que crecer, se decía que los mejores jugadores del mundo estaban ahí, en el humilde Harlem y no en el glamuroso Madison Square Garden. Y finalmente sucedió lo inevitable, las estrellas del baloncesto profesional estadounidense se presentaron a su cita obligada por el destino en el Rucker Park. Wilt Chamberlain, Bill Russel o Lew Alcindor (posteriormente conocido como Kareem Abdul-Jabbar) fueron parte de una lista de ilustres nombres que se dejaron caer por Harlem para comprobar con sus propios ojos que la leyenda era cierta. En este punto debo aclarar, por respeto al orden cronológico, que Manigault fue posterior a los duelos que nos dejaron en el Rucker Chamberlain y Connie Hawkins, por ejemplo. La fama del Rucker precedió a Manigault pese a que, años después, se fusionarían en una especie de simbiosis inquebrantable. Prueba de ello fueron las palabras de Julius Irving cuando visitó el famoso playground, Dr. J se quedó tan abrumado al ver las habilidades de Manigault que no pudo evitar reconocer que toda la leyenda que había escuchado sobre él era cierta. Otra escena histórica muy sorprendente es cuando le preguntaron al propio Abdul-Jabbar sobre quien, en su opinión, era el mejor jugador de la historia en una entrevista. “Sin duda Earl Manigault, al menos en su posición” respondió hasta hace poco el máximo anotador de la historia de la NBA. Los periodistas, que esperaban una respuesta muy distinta, como por ejemplo “Larry Bird” o “Magic Johnson”, no daban crédito a sus palabras, ya que la mayoría no sabían ni a quien se refería.

Uno se puede preguntar, con toda la razón del mundo, como puede ser posible que un jugador de estas características nunca ingresara en la NBA. Lo cierto es que Manigault nos dejó unos números impresionantes durante su educación secundaria, en el Franklin High School tenemos registros de como alcanzó casi los 60 puntos en un par de ocasiones o, al igual que sucedió con Pete Maravich, llenaba de público las canchas solo con su presencia de gente que esperaba disfrutar de un espectáculo único. Sin embargo, y volviendo un poco al principio, Manigault era un estudiante problemático, no porque su rendimiento académico fuera malo, que lo era, si no por todo lo relacionado con los vínculos de la extrema pobreza en un barrio marginal. Apenas se presentaba en el aula y cuando no estaba en la cancha en el Rucker, estaba traficando o directamente consumiendo todo tipo de substancias poco recomendables. Con un ambiente así, pronto se vio rodeado de todo lo que no debería estar rodeado un chico de su edad. También hay que aclarar, y este para mí es un punto fundamental, que Manigault nunca se mostró entusiasmado con el hecho de ser un jugador de baloncesto profesional, dar el salto a la NBA o quizás a otra liga menor que le permitiera salir del barrio y alejarse de las actividades delictivas que le llevarían a su ocaso.

Las mentes de los individuos a veces no son descifrables ni para sí mismos y mucho menos para los demás. Sin embargo, en honor a la verdad, deberíamos añadir el episodio de cuando estuvo entrenando en un campus predraft de la NBA. Tenemos distintas versiones de lo que ocurrió en esta ocasión, por un lado, sabemos que Manigault no tuvo uno de sus mejores días y, por otro, sabemos que poseía un espíritu baloncestístico inquebrantable, forjado en la libertad que le dieron las horas y horas que pasó solo practicando en el Rucker y, haciendo honor a su apodo, se volvió completamente ingobernable, una potencia sin control que fastidió des del primer momento a sus entrenadores. El playground era su casa, aquí jugaba fuera y no supo adaptarse, era como si le pidieran jugar a otro deporte, que fuera otro jugador. Los manejos de balón imposibles, las acrobacias increíbles o los lanzamientos en suspensión desaliñados no tenían cabida en la NBA, y Manigault no sabía jugar de otra forma. Tampoco nunca fue su objetivo principal, así que finalmente se alejó para siempre del profesionalismo.

Manigault tuvo un triste final, pese a ser rehabilitado y encarar su nueva vida a ayudar a los jóvenes mediante el deporte, murió humildemente y relativamente joven no muy lejos de la cancha callejera que le dio a conocer. La misma cancha que años más tarde fue absorbida por la enorme maquinaria capitalista, que tiende a triturar todo lo que sus alargados tentáculos agarran, de este modo, el Rucker Park se convirtió en escenario de ligas oficiales veraniegas de un nivel espectacular, Kevin Durant, Kobe Bryant, Vince Carter o Stephen Marbury son solo uno de los ilustres nombres que jugaron allí. Siguen habiendo jugadores callejeros que, de alguna manera, muestran su poderío en su territorio frente a los mejores jugadores del mundo, quizás los primeros dominen en la NBA pero aquí pueden perder y lo saben, no es su casa y también lo saben.

Saliendo de Harlem no puedo evitar que me venga un pensamiento a la cabeza: “¿Por qué?”. ¿Por qué estos jugadores callejeros, hundidos en la pobreza, se dedicaban en cuerpo y alma a un deporte que, en la mayoría de casos no les proporcionaba un futuro mejor? A diferencia de los jugadores de playground de hoy en día, que sí están patrocinados y cobran un salario, los de la época de Manigault sencillamente jugaban para pasar el rato a la vez que sus vidas se descomponían en trozos cada vez más pequeños. Acostumbrados a las grandes estrellas profesionales que suelen ser egoístas, desagradables y prepotentes en grados muy altos, estos chicos eran distintos, tenían una manera de jugar que reflejaba su manera de vivir: eran duros, supervivientes y competitivos. Mientras nos alejamos del Rucker Park observo el paisaje que vio nacer a estas estrellas anónimas, me las imagino jugando a su deporte a un nivel que sonrojaría a cualquier otro jugador profesional, me imagino a Manigault superando a Julius Irving o taponando a Kareem Abdul Jabbar y me viene una imagen que puede que contenga la respuesta a mi pregunta. La mente establece relaciones, y pensando en jugadores de gran nivel me viene a la cabeza quien, para mí, ha sido el mejor jugador de toda la historia. Recuerdo que en su momento me leí una autobiografía de Michael Jordan cuyo título seguramente podría responder a mi pregunta: For the love of the game.

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