Cuenta la leyenda, que hace mucho tiempo, un bajito español que por entonces jugaba en Memphis llamado Juan Carlos Navarro, miró a los ojos a LeBron James y le dijo: «Me, with your body, Michael Jordan (Yo, con tu cuerpo, Michael Jordan).»
El principal escalón que siempre nos ha separado al resto del mundo de los norteamericanos es que eran demasiado atléticos para nosotros. Saltaban más, corrían más, ponían tapones y hacían mates. Mientras los europeos aprendíamos a jugar al baloncesto, ellos se dedicaban a potenciarse individualmente al máximo, y comenzaron a ver deporte como si fuera una hoja de Excel, centrados en las estadísticas.
En su momento, los mejores jugadores americanos no jugaban los torneos internacionales por desprecio al resto. Después de Jordan, ganar algo con la Selección de Estados Unidos se convirtió en un trofeo más sumando al prestigio, sobre todo los Juegos Olímpicos y la Copa Mundial FIBA. Se sucedieron Dream Teams uno tras otro y arrasaron con todo aquel que se encontraron por el camino. La anomalía era perder por menos de veinte puntos contra el combinado yankee, un logro sólo al alcance de muy pocas selecciones y en contextos muy determinados.
Es difícil competir a la cara a equipos conformados por más estrellas de las que se pueden contar mirando el cielo por la noche. Estrellas a muchos años luz, que sólo veíamos en partidos a altas horas de la madrugada y en videojuegos. Estrellas que sólo miraban hacia el suelo muy de vez en cuando, antes de pisar.
La importación de europeos a la NBA estaba muy restringida. Las estrellas europeas sólo podían ser jugadores de rol o incluso fondo de armario en la gran liga. Hasta hace poco, el único jugador del resto del mundo que había sido considerado una verdadera estrella en la NBA era Dirk Nowitzki, que abrió la veda ganando el primer MVP de un no americano en 2007. Hoy, llevamos cinco años consecutivos viendo a jugadores no americanos subir a recoger el trofeo de MVPs de la temporada (Antetokoumpo x2, Jokić x2, Embiid), además de ver un potente crescendo en la importancia de otras figuras, que van escalando poco a poco asumiendo roles cada vez más importantes.
Por el contrario, se distingue una bajada paulatina del nivel de las nuevas generaciones del continente norteamericano. Las categorías inferiores orientadas plenamente en el «hype» de los «highlights» del jugador (esto es, un marketing extremo vía internet), y en el despliegue físico absoluto e individual del mismo impulsando los egos hasta el infinito; olvidándose de que el baloncesto –y el deporte de equipo en general– es, sobre todos los aspectos del juego, un lenguaje. Completamente contrario a la formación histórica europea de clubes, basada en domar al ego para poder formar parte de un todo más grande y profesional.
Muy probablemente me esté pasando de pronosticador, pero no veo de momento un futuro en el que todo esto mejore para los jugadores americanos. Sobre todo, cuando Europa y África están empezando a exportar sobre el charco a absolutas bestias físicas como el futuro jugador de los San Antonio Spurs, el francés Victor Wembanyama, escogido en la primera posición del Draft de este año.
Recuerdo cuando en los platós de TV americanos se reían de un blanquito europeo que no creían que fuera la gran cosa aún habiendo sido MVP de la Euroliga con dieciocho años; un tal Luka Dončić. O cuando se sorprendían de ver a España, entre otros equipos europeos, peleando de tú a tú con ellos en competiciones internacionales, incluso ganando Copas Mundiales. Países a los que multiplican varias veces en población.
Quizá dentro de poco, los europeos no necesitemos tener el cuerpo de LeBron para ser Jordan.
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En 'Tiempo de Basket' desde 31.01.2023