El despertador sonaba a las 5:30 am. Bajaba al garaje de casa de sus padres, donde durante una hora hacía sesiones de pliometría y ejercicios estáticos de bote con un balón Wilson lastrado. Las reglas de Terry Pritchard, su padre, eran claras: no había excusas para el descanso, sólo para el trabajo. A veces llegaba a clase o a entrenar con las manos vendadas: le sangraban de tanto repetir.
“Este chico ha estado trabajando duro año tras año, y cada año ha mejorado. Y de repente, está llegando a este nivel en el que está en conversaciones para el Sexto Hombre del Año. Creo que el conjunto de habilidades y la ética de trabajo, que han estado ahí, y sigues mejorando, y de repente la gente comienza a notarlo.”
— Erik Spoelstra
El protagonista de esta historia nació en Tualatin, un suburbio de Portland, Oregón. Su primer contacto con el baloncesto vino de la mano de su padre, Terry Pritchard exbase de la Universidad de Southern Oregon, convertido en arquitecto de una obsesión. No hubo concesiones. Cambió las mañanas de instituto por homeschooling. Además de enseñarle fundamentos técnicos, trabajó con él una mentalidad ferozmente competitiva. Entrenamientos diarios en casa, 500 tiros, rutinas obsesivas. Para Payton, no era diversión: era misión. Su padre le imponía desafíos como anotar una secuencia de tiros sin error, por largos minutos. Sólo podía irse si lo conseguía.
Perseverar hasta lograrlo. «Quería que entendiera que el talento sin disciplina es sólo potencial», explicaría Terry años después al Willamette Week.
“Payton es el tipo de jugador que nunca se da por vencido. Siempre está listo cuando lo necesitamos, y eso es algo que no tiene precio en este equipo.”
— Jayson Tatum
En primaria, sus padres se convirtieron en los tutores legales de su mejor amigo, Anthony Mathis, más fuerte y más desarrollado que Payton por entonces. Terry los trataba como a reclutas: mismo horario, misma exigencia, misma filosofía de que cada repetición cuenta. Jugaban hasta bien entrada la noche, a la luz de las farolas, hasta que una patrulla les mandaba a casa. Sus uno contra uno eran duelos sin tregua. “Se empujaban mutuamente”, contaba Terry. Aquella competitividad temprana sería el motor que impulsaría a Payton a buscar siempre nuevos retos.
Durante esta etapa formativa, entre sus 12 y 13 años, vivió dos veranos importantes (2010 y 2011) en el Campus Leyma Basket English de Lugo, España. Programa de intercambio impulsado por Pepe Ferreiro, directivo del Breogán, en colaboración con la academia Fast Basketball de Oregón donde Terry, formaba parte del cuerpo técnico.
Allí conoció a Pablo Ferreiro, hijo de Pepe, un joven base lucense con el que conectó de inmediato gracias a su pasión compartida por el baloncesto y a un inagotable espíritu de trabajo. Aquella amistad nacida en verano fue creciendo con los años hasta convertirse en la semilla de Sublime Basketball, un proyecto que fusiona la intensidad y técnica de la escuela americana con la visión estratégica europea. Más que un simple campamento, Sublime es un lugar donde los jóvenes no sólo aprenden a competir y entender el juego, sino que también reciben, como lo hicieron Payton y Pablo, valiosas oportunidades, aprendizajes y conexiones humanas que marcan para siempre.
Aquella vivencia en Lugo afianzó un estilo y una ética de trabajo que Payton ya había empezado a forjar en su barrio. Esa filosofía de esfuerzo comenzó en el garaje de su casa, creció en las calles de su pueblo y se consolidó en Galicia. De regreso a Oregón, llevó consigo ese espíritu incansable, aplicándolo en cada entrenamiento y en cada partido, sin pausas ni concesiones.
En West Linn, un pequeño municipio al sur de Portland, Eric Viuhkola, entrenador del instituto local, le vio entrenar con 12 años y quedó atónito: el niño lanzaba triples como si fueran bandejas. “Puede que hoy hayas sido el segundo mejor tirador del entrenamiento”, le dijo a modo de pique. “No, no, yo soy el mejor tirador que hay aquí”, respondió Payton con una mirada que, según el técnico, le atravesó.
Payton Michael Pritchard ingresó en el equipo Varsity de West Linn como novato. Pronto fue titular. Mientras sus compañeros miraban el móvil en entrenamientos voluntarios, él se machacaba. Después de anotar 45 puntos una noche, a la mañana siguiente estaba otra vez allí. En la pausa del almuerzo, hacía sprints y saltos de vallas con su padre antes de comer. Por la tarde, entrenaba. Luego, partidos. Un ciclo sin pausa.
“¿Has visto alguna vez a un base que se le vea tan enojado consigo mismo por fallar un tiro abierto en un entrenamiento de julio? Ese es Payton.”
— Steve Blake
Steve Blake conoció a Payton en el verano de 2014. Él se preparaba para volver a los Blazers, tras una etapa en Golden State. Como cada verano, entrenaba con jóvenes promesas locales. Uno de ellos era un chaval flaco, serio, con mirada fija y obsesiva. Tenía 16 años.
“Me miraba como si quisiera robarme algo, y quizá lo hizo. Quizá me robó un poco de lo que a mí me quedaba”, recordaría Blake años después.
En esas sesiones, no había concesiones. Pritchard lo absorbía todo: la mecánica, los apoyos, los secretos del control del cuerpo. En un uno contra uno, Payton le robó el balón a Blake y le gritó “¡vamos!”. Blake respondió con tres canastas seguidas. Al final, Pritchard le pidió repetir el mismo drill al día siguiente.
“Ese chico era un psicópata del trabajo. Me pedía drills que odiaba sólo para dominar lo que no controlaba. Yo no lo hacía con su edad.”
Otro día falló tres triples seguidos, lanzó el balón contra la pared y se quedó hasta meter 30 consecutivos. Blake se le acercó:
“No eres un tirador hasta que puedes fallar cinco y meter el sexto sin dudarlo.”
1 Drill: Un drill, en baloncesto (y en muchos deportes), es un ejercicio técnico o táctico muy específico, repetido una y otra vez para desarrollar o perfeccionar una habilidad concreta.
Y así fue. Una especie de transmisión genética de competitividad. Sin firmar nada. Sólo respeto. Sólo baloncesto. Un día, Dana Altman, entrenador jefe de University of Oregon, pidió referencias del chico de West Linn. El teléfono de Blake sonó.
“Si le das las llaves del equipo a ese chico, lo va a conducir como un veterano desde el primer año.
Altman lo tuvo claro: Payton debía ser su base titular desde el primer día. Algo casi inédito en un programa como Oregón. Pero tenía sentido. Pritchard ya había ganado cuatro títulos estatales consecutivos con West Linn. Ya no proyectaba sólo talento. Proyectaba obsesión.
Con la recomendación directa de Steve Blake, Payton Pritchard entró por la puerta principal al programa de los Ducks. Lo curioso es que no todos le veían preparado para ser titular desde su primer año, excepto Dana Altman. “Me basta con verles los ojos durante cinco minutos. Payton tenía el fuego. Y no se apaga nunca”, recordaría el técnico años más tarde.
Altman y Blake compartían una impresión: Payton tenía el baloncesto dentro, no como habilidad únicamente, sino como lenguaje vital. No tardó en hacerse con el timón del equipo. Titular desde el inicio, compartía pista con nombres como Dillon Brooks, Jordan Bell, Tyler Dorsey… pero no se achicaba. Él marcaba el ritmo.
Silenciosamente, casi sin hacer ruido, se convirtió en el base titular de un equipo que acabaría en la Final Four del March Madness 2017, por primera vez desde 1939. Tenía 19 años. Su promedio de 7,4 puntos y 3,6 asistencias era modesto, pero su control de los tiempos y su capacidad para no cometer errores lo convirtieron en un seguro.
Lo más curioso no estaba en sus estadísticas, sino en lo invisible: sus rutinas. Entrenaba antes y después del entrenamiento. Usaba una máquina de tiro con 20 configuraciones diferentes. Una de las asistentes del equipo, Amy, contaba en una entrevista en The Athletic:
“Cada noche se quedaba solo, con los focos del pabellón apagados, entrenando el tiro con su balón con peso. Me lo encontré una vez tirando de espaldas desde media pista. Me dijo que era un ejercicio mental.”
En el campus, todos sabían que el chico de West Linn era especial. Estudiaba como si fuese a dar una clase al día siguiente. El base cerebral, como lo llamaban algunos compañeros. Pero en la pista, no era sólo inteligencia: era instinto, deseo y una intensidad que no se podía fingir.
“Sabías que era distinto. Veías en él una concentración como la de un francotirador. A veces le decía: Hermano, relájate. Y me respondía: Estoy relajado. Sólo quiero ganarlo todo. Era implacable.”
— Chris Boucher, hoy compañero en Boston y por entonces senior en Oregón (entrevista en el Oregonian, 2020)
En su segundo año, Pritchard ya era la voz del vestuario. Brooks y Bell habían dado el salto a la NBA, y él quedó como referencia. No había escudo. Era su equipo. En ese curso, su producción ofensiva se duplicó: 14,5 puntos por partido, mejoró su tiro exterior y se convirtió en el jugador más importante en pista. Pero la temporada no fue buena a nivel colectivo. El equipo no carburó. Él asumió responsabilidades, pero cargó también con las derrotas. Dana Altman solía decirle en los tiempos muertos: “No intentes salvarnos tú solo. Ya lo haces. Sólo pasa la pelota cuando te lo diga yo, no cuando tu cabeza diga basta.”
Ese año sufrió duras críticas por parte de prensa local, que lo acusaban de «forzar demasiado», de «jugar para el draft». Payton guardó silencio. Aun así, nunca dejó de entrenar. Nunca dejó de cumplir.
Una noche, tras perder por 20 ante Arizona State, se quedó en el pabellón dos horas después del partido. Cuando Altman regresó para recoger unos papeles olvidados, lo encontró tirando triples desde la esquina en total silencio.
—“¿Buscas redención?
—Busco estar preparado cuando llegue el momento.”
Tras su tercer año, muchos le empujaban a presentarse al Draft de la NBA. Ya había mostrado nivel. Se hablaba de una segunda ronda. Pero algo en él le dijo que aún no era su momento. Que había algo pendiente. Que podía ser más.
Se lo comentó a su familia, a Blake y a Altman. Los tres coincidieron: volver para su último año no era una muestra de debilidad, sino un acto de ambición controlada.
“Muchos se van antes de estar listos. Yo quería cerrar esto como merecía: liderando, dejando huella, con mi nombre en las paredes.”
— Payton Pritchard
Y vaya si lo hizo.
La temporada 2019‑20 de Payton Pritchard en Oregón fue una de las mejores de cualquier jugador universitario en la década. Promedió 20,5 puntos, 5,5 asistencias, 4,3 rebotes.
Fue elegido Jugador del Año de la Pac‑12, ganó el Bob Cousy Award como mejor base del país, y se convirtió en el primer Duck en 80 años en ser All-American por unanimidad.
Superó los 1.900 puntos, 600 asistencias y 500 rebotes, algo que sólo otros tres jugadores en la historia de la conferencia habían logrado: Gary Payton, Jason Terry y Damon Stoudamire. Pero, sobre todo, fue el líder, el alma y el corazón del equipo.
En la pista, los partidos apretados eran su especialidad. Lideró toda la NCAA en puntos en los últimos cinco minutos de partido. 91 puntos en el «clutch», más que ningún otro jugador en el país. Una vez, contra Arizona, anotó un triple desde casi el logo con dos defensores encima para forzar la prórroga. Gritó mirando al banquillo rival: “Esta es mi cancha.”
El March Madness fue cancelado por el COVID‑19. El gran torneo donde Payton soñaba con llegar a lo más alto quedó truncado. No hubo redención completa. Pero sí legado.
El propio Altman dijo:
“Si tengo que escoger a un jugador que represente lo que es este programa, con cabeza, corazón y alma, es Payton. Le daría las llaves de mi equipo en cualquier momento, en cualquier parte del mundo.”
La noche del Draft 2020 fue distinta a todas las anteriores. Sin comisionado en tarima, sin abrazos entre corbatas verdes y gorras apretadas, sin la teatralidad habitual. Fue una noche de llamadas, de miradas de reojo a la pantalla, de silencio. Payton Pritchard, ya en casa, no esperaba demasiado. Los Celtics no habían mostrado interés aparente. Ni siquiera había hecho workouts con ellos. ¿Por qué iban a fijarse en un base de cuatro años de universidad, en pleno auge de los freshmen?
Pasaban los picks. Uno. Otro. Silencio. Hasta que llegó el 26. Su nombre apareció al lado del logo de Boston. Y durante unos segundos, todo se congeló. No lo vio venir. No estaba en el guion. Ni siquiera en su imaginario. Pero allí estaba: los Celtics lo habían elegido. El equipo con más historia de la NBA apostaba por él.
“No creí que fuera viable. Pensaba: tienen muchos bases y no trabajé para ellos”
— Payton Pritchard
Y lo cierto es que había razones para ello, aunque él no las conociera entonces.
Danny Ainge, aún al mando de las decisiones deportivas, llevaba tiempo observando a Payton, lo había visto dominar el Pac-12. Había algo en su manera de competir, en esa forma de leer el ritmo del partido, de marcarlo como si tuviera un metrónomo en la cabeza. Le gustaba que no necesitara adornos para ser efectivo. Que entendiera el baloncesto, que lo viviera desde adentro.
“Siempre me ha atraído su forma de jugar. Tiene intensidad, y puede adaptarse a cualquier sistema o compañeros. Puede levantar el ritmo y hacerles correr”, reconocería Ainge tiempo después.
Y no era sólo una cuestión táctica. En el vestuario, ya intuía la compatibilidad: “Es muy competitivo, obsesionado con el baloncesto. Funciona bien con nosotros”.
Pero si Ainge lo eligió, fue Brad Stevens quien lo imaginó en su pizarra. Stevens quería jugadores con carácter, con capacidad para absorber conceptos y devolverlos con inteligencia en pista. En Payton vio algo más que fundamentos: vio personalidad. Un tipo que, sin hacer ruido, podía alterar el pulso del partido. Que competía en cada acción, incluso en entrenamientos.
“Queríamos jugadores que compitieran por minutos, que aportaran valor desde el primer día. Payton era ese tipo de jugador. Lo sabíamos”, explicó Stevens tras el Draft.
En cuanto llegó a Boston, esa percepción se confirmó. En los primeros entrenamientos a puerta cerrada, ya se notaba que no era un rookie cualquiera. Sabía lo que hacía. No dudaba. Tenía oficio y, sobre todo, se comportaba como si siempre hubiese pertenecido allí.
Nadie en el vestuario lo vio nervioso. Tampoco pedía permiso para encajar. Simplemente, se puso a trabajar. Llegaba primero. Se quedaba después. No hablaba mucho. Sólo jugaba. Y lo hacía bien.
Hubo dudas, claro. La afición, los medios, algunos scouts… no todos comprendieron la elección. En una NBA en la que se premia el físico antes que la lectura, muchos preferían otro perfil. Pero Payton, como en West Linn, como en Oregón, estaba acostumbrado a tener que convencer desde dentro.
Y lo haría. Muy pronto.
El primer año fue tan contradictorio como su propio perfil. Por momentos parecía que se colaba sin permiso en un equipo diseñado para otros. Como si aún necesitara justificar su presencia en el roster. Tuvo actuaciones brillantes, aquel partido de 23 puntos contra Toronto apenas en su noveno encuentro profesional, pero también largas noches de silencio en el banquillo. Aprendió a vivir en ese filo.
Algunos lo llamaban «rookie veterano», un oxímoron que en realidad era el reflejo más fiel de su juego: maduro, cerebral, sin estridencias. El mismo Marcus Smart lo describió como “el tipo de jugador que no necesita 10 tiros para decirte que está listo. Lo ves en la mirada”.
(Vía NBC Sports Boston)
En su segundo año, sin embargo, las cosas no fueron tan sencillas. La rotación era más corta, los minutos más caros. Pritchard se movía entre la confianza y la frustración. Quería más, pero también entendía el ecosistema. Había aprendido a esperar. Aunque no sin desgaste.
La temporada 2022-23 fue el punto de inflexión. En silencio, pidió un traspaso. Lo hizo sin entrevistas dramáticas ni gestos de ruptura. Fue directo, sincero. Quería jugar. Sentía que podía ayudar. Y, sobre todo, quería ser parte activa de un proyecto.
“Yo quiero tener una oportunidad real. Tengo confianza en lo que puedo ofrecer, y si aquí no es, buscaré dónde pueda serlo”, diría meses después en el podcast de Andre Iguodala (Point Forward Podcast, 2023)
Pero entonces llegó el giro.
En el verano de 2023, Brad Stevens, ya desde su despacho de presidente de operaciones, renovó su confianza en él. Literalmente. Le ofreció una extensión de 4 años y 30 millones de dólares. A ojos de muchos, fue una cifra conservadora. Pero Stevens sabía lo que hacía. Sabía lo que tenía entre manos.
“Hay jugadores que necesitas tener cerca no sólo por lo que hacen en la pista, sino por cómo son. Payton nunca ha dejado de estar preparado. Nunca baja la cabeza. Es lo que queremos en este equipo”, dijo entonces.
(Vía The Athletic)
El año 2024 fue el inicio de todo lo que vendría después. Payton dejó de ser el suplente simpático para convertirse en una pieza esencial. Su tiro exterior, su control del tempo, su lectura defensiva en switches y, sobre todo, su entrega sin concesiones, se volvieron herramientas imprescindibles para los Celtics.
Y la historia encontró su momento culminante en junio de 2024. Boston se coronó campeón de la NBA. El anillo 18. El primero en la vida de Payton. Y el último paso en esa curva ascendente que parecía no tener fin.
En las Finales, fue clave en más de una ocasión. Aquel triple en el Game 5 ante Dallas, al filo del descanso, fue algo más que tres puntos. Fue un grito interno que decía:
“Estoy aquí. Y pertenezco.”
Después del título, en el vestuario aún con olor a champán, Al Horford, el veterano respetado, lo señaló: “Payton es uno de los tipos que más ha crecido en este camino. Siempre listo. Siempre comprometido. Lo que ha hecho este año no tiene precio.” (Vía Boston Globe)
Y entonces llegó 2025. La temporada de la confirmación. Por primera vez, entró en el curso con un rol definido, sin interrogantes. Iba a liderar la segunda unidad. Y lo hizo como si toda su vida hubiese entrenado para ello.
En la temporada 2024-25, Payton Pritchard firmó sus mejores números individuales, con promedios de 14,3 puntos, 3,8 rebotes y 3,5 asistencias por partido, además de porcentajes de élite en catch & shoot. Se consolidó como uno de los jugadores más fiables saliendo desde el banquillo en toda la liga y estableció un récord NBA con la mayor cantidad de puntos en una temporada desde el banquillo (1.079). Lo más llamativo fue su dominio silencioso: no necesitaba el foco, simplemente ejecutaba. En abril de 2025, ese rendimiento le valió el prestigioso premio John Havlicek al Mejor Sexto Hombre del Año, galardón que honra la memoria de la leyenda de los Boston Celtics y que pocos hubieran imaginado para él apenas dos años antes.
“Es un honor, claro. Pero más que el premio, valoro el camino. Todo lo que pasó para que hoy esté aquí. Es un reconocimiento a no rendirse”, diría en rueda de prensa tras recibir el trofeo. (Vía ESPN)
Pritchard ya no es promesa. Tampoco es proyecto. Es presente. Es un Celtic que encaja con los muros del TD Garden: trabajador, silencioso, competitivo hasta el final. De esos que entienden que el baloncesto es algo más que highlights.
Y ahora, mientras mira hacia adelante, sabe que su historia no está terminada. Porque si algo ha demostrado Payton Pritchard en estos años es que cada obstáculo fue, en realidad, un peldaño más en su ascenso.
Fue el 6º Hombre del Año. Es el cuarto jugador de los Celtics en recibir este galardón, uniéndose a Kevin McHale (2), Bill Walton y Malcolm Brogdon. Pero no fue un premio a la chispa o al talento ocasional, sino al trabajo sordo, al impacto sin artificios. Al esfuerzo constante. El reconocimiento llegó porque ya no se podía ocultar más: había sido decisivo, noche tras noche, en un equipo campeón.
El 2025 guardaba otra sorpresa. En abril, mientras recogía su premio, Payton firmó con Converse, la histórica marca de Boston que vistió a Larry Bird y que hoy elige a un base que, como aquellos Celtics de los 80, construyó su éxito desde la ética de trabajo antes que el glamour. “Es perfecto”, confesó Pritchard al Boston Herald. “Converse representa lo que siempre creí: sencillez, esfuerzo y lealtad a lo esencial”. Sus zapatillas All Star ya son un guiño visible a esa filosofía: las mismas que usaba Terry en los entrenamientos de West Linn, ahora relanzadas para el chico que convirtió un garaje en patrocinio global.
Así, todo desemboca en la pregunta inevitable: ¿Y ahora qué?
La salida de Jrue Holiday ha dejado un hueco real. La pérdida de talento en Boston con la marcha de Kristaps Porzingis y Al Horford, sumada a la lesión de Jayson Tatum, abre un espacio de minutos, de rol, de liderazgo silencioso. Y Boston no ha ido a buscar fuera. Porque ya sabe que lo tiene dentro.
Payton es, por fin, una referencia. Ya no es la chispa del banquillo ni el comodín. Ya no es “el de Oregón”. Es el tipo que se ha ganado al vestuario, a los entrenadores y a la afición. El que puede estar en cancha en los minutos de la verdad.
Y el reto cambia.
Porque ser un sexto hombre brillante y eficiente es una cosa. Pero asumir responsabilidades de titular, liderar desde el balón con más minutos, absorber focos, tener ya un peso de veterano con galones, eso es otra muy distinta.
Eso es lo que hizo Brunson cuando se marchó a Nueva York. Eso es lo que hizo VanVleet en Toronto tras el anillo y el motivo de su llegada a Houston. Ambos demostraron que, cuando les llegó la oportunidad, no era un salto… era una progresión lógica.
¿Está Payton listo para eso?
La respuesta está en el historial: sí.
Lo está porque ha construido su carrera como se construyen las casas sólidas: desde los cimientos. Desde los entrenamientos con Steve Blake cuando era apenas un adolescente. Desde las madrugadas en los gimnasios vacíos. Desde los 4 años de universidad, los jugó todos, donde demostró que no hay prisa cuando lo que se busca es consistencia. Desde los partidos en los que jugó sólo 6 minutos… y volvió al día siguiente como si nada.
No hay atajos en la historia de Payton. Sólo hay trabajo.
Por eso, ahora que se abre esta nueva etapa, que el balón va a pasar más por sus manos, que las miradas serán más exigentes y las noches más largas… la confianza es absoluta.
Porque su techo no es una incógnita: su techo es Jalen Brunson. Y como Brunson, que creció bajo la mirada de un padre entrenador, Payton lleva en la sangre esa mezcla de conocimiento técnico y terquedad que sólo se hereda en los gimnasios vacíos y las noches de verano.
Comparar a Payton Pritchard con el 11 de los Knicks no es un juego de espejos perfecto… pero sí es un reflejo honesto de lo que podría llegar a ser.
Brunson no nació como estrella. No tuvo 35 minutos por partido desde su primer año. Pasó dos temporadas en Dallas a la sombra de Luka Dončić, como base suplente, como hombre de rotación. Y en ese papel, se convirtió en un experto en maximizar minutos cortos: eficacia altísima, pérdidas bajas, lectura de juego quirúrgica. Exactamente lo que Payton ha hecho en Boston.
Luego, llegó el punto de inflexión: más balón, más protagonismo, más minutos… y el resultado fue una explosión estadística que muchos decían imposible.
La clave no fue un cambio de talento, sino de rol. Y eso es lo que hace que esta comparación tenga sentido.
Los puntos en común son demasiados para ignorarlos:
- Altura y físico: ambos son bases sub-1,90 m que han tenido que aprender a sobrevivir en una liga de gigantes. Y lo hacen con lectura, dureza y uso del
- Juego a media cancha: dominan los ritmos pausados, la paciencia en el pick&roll, la capacidad de decidir cuándo atacar y cuándo soltar el balón.
- Confianza como arma: Brunson no cambió sus fundamentos al ser titular, simplemente jugó con la misma fe que siempre había tenido, pero con más oportunidades. Pritchard está en ese mismo punto.
- Experiencia universitaria completa: en una NBA obsesionada con jóvenes de un año de NCAA, ambos agotaron su ciclo universitario, y eso les dio madurez y un bagaje que hoy marca diferencias.
- Progresión constante, no explosiva: nunca hubo hype desmedido en torno a ellos, sólo una construcción paciente de credibilidad.
El paralelismo clave es que Brunson demostró que un jugador inteligente, duro y eficiente puede pasar de rol secundario a líder ofensivo sin cambiar quién es.
Payton tiene la misma base. Y Boston, ahora mismo, le está ofreciendo lo que Dallas nunca ofreció a Brunson hasta el final: la llave del ataque en momentos importantes.
El techo no es una fantasía: ya existe, y se llama Jalen Brunson. Y si algo ha demostrado Pritchard en cada etapa de su vida es que, cuando le abres la puerta, no pregunta… entra.
Y aunque los caminos sean distintos, el carácter es el mismo. Porque no hay minutos regalados en sus historias. Todo ha sido ganado. Y eso, cuando por fin llega el momento, pesa más que cualquier hype.
Cuando el TD Garden corea su nombre, Payton gira hacia la fila 9, asiento 14-15. Allí está Terry, brazos cruzados, como en West Linn donde le enseñó a driblar con guantes de nieve, «Para que aprendas a sentir el balón sin mirarlo». Al final, el ritual: un choque de puños que comenzó siendo una orden, “hazlo mejor”, y hoy es un código compartido. «Es nuestro “todo en orden” desde que tengo memoria», confesó Payton en Celtics Talk. Ahora, cuando a veces es él quien extiende primero el puño, Terry responde con un «Buen trabajo, hijo» que resuena más que cualquier ovación. Porque en ese gesto, y en cada posesión que juega como si fuera la última, late la filosofía de aquel garaje helado: ahora convertida en gloria bajo los focos de la cancha más mítica del baloncesto.
“Simplemente creo que no puedes lograr nada al más alto nivel a menos que lo des todo”
— Payton Pritchard
Ficha del autor
Apasionado del baloncesto, de la NBA y de los Boston Celtics. Co-fundador y director del videopodcast "Los Orgullosos Verdes", referencia en castellano sobre la franquicia de Boston. Coordinador editorial y redactor en "Fab Five Magazine".
En 'Tiempo de Basket' desde 05.06.2022